martes, 11 de marzo de 2014

La fragilidad del sentimiento - Pere Ll. Mataró

De repente me encontré mirando a los ojos de la que había sido compañera de viaje en mis últimos años, y no sentí remordimiento de la presunta traición que había cometido. 

Sus ojos me mostraban la profundidad del abismo, la gran mentira encubierta, su traición, la misma que me llevo al “pecado mortal” de salir de un desencanto, de una monotonía encadenada, de un fingir lo que no era para no ofender.

Me sentí vacio, sin necesidad de buscar disculpas de un impulso que me había condenado a morir por no pertenecer a la persona que se sentía propietaria de mí ser. 


Me sentía rebelde con causa, me negaba a seguir siendo el habitáculo de su desconfianza y recelo.

Es sorprendente cuando te hablan de traiciones cuando el primer traicionado es uno mismo, falta tiempo para que la persona resabiada utilice una traición moldeada a conveniencia para desprestigiarte frente a todos los miembros de tu circulo cercano mostrando la cara del victimismo.

Poco a poco el todo se va convirtiendo en un constante fingir, un murmurar a tus espaldas, una lapidación encubierta.

La fragilidad del sentimiento es sorprendente cuando rompes la monotonía que te asfixia, cuando cruzas la línea que te han marcado para que el equilibrio sea soportable. Cuando rompes con lo que te lleva hartando desde hace mucho tiempo se produce el cambio, cuando se tensa la cuerda más de la cuenta y se rompe, se produce un desencadenante salvaje.

El sentimiento convertido en odio, deseo espontaneo de verte arrastrado por tu pecado como si te juzgaran por todo lo vivido. El tratamiento de proscrito que ha osado cruzar la línea de lo prohibido rompiendo el costumbrismo del día a día, por negarse a estar inerte, como una planta en un jarrón, formando una pieza más de la decoración del salón.

Sentir la culpabilidad de seguir respirando tras haber sido fiel al impulso del deseo y a la vez infiel a lo establecido, el “remordimiento” impuesto de seguir viviendo tras la ofensa que se te imputa…

Y el tiempo pasa, y aunque no te traiga el perdón por no haber pedido clemencia por tu acto infame, te das cuenta que tu corazón sigue latiendo, que aun respiras y suspiras por todo lo que has vivido y por lo que te queda por vivir, y sigues creyendo que nadie es nunca del todo inocente.

“La víctima” te recrimina hasta que respires. Eres el culpable de arruinar su vida, de haber vivido engañándola desde el principio de los tiempos, de no importarte tu hijo… Regala mierda a diestro y siniestro dejándote como la peor persona del mundo. Te limpia la cuenta bancaria y no contenta con eso rebaña todo recuerdo brillante, todo detalle en forma de joya como si se  tratara de un cuervo.

Mientras tanto la maquinaria de “lo legal” puesta al servicio del que paga por reclamar la compensación por la ofensa, va trabajando en la sombra. Afilando los puñales para ver si puede destriparte hasta el alma.

Empieza la creación de la gran mentira, se despliega la gran bandera de la razón feminista, las legiones por la igualdad de conveniencia cierran filas en torno al gilipollas que ha osado hablar de soluciones calmadas y pactadas. La finalidad de esta guerra es acabar con el que ha provocado la ruptura de una forma de vida acomodada y viciada en la propia conveniencia, para sangrarle y dejarlo en la cuneta.

Al final te das cuenta lo frágil que es un sentimiento, descubres que todo se compensa con dinero. El vil metal es lo que queda compensando el pecado, el sentimiento perdido se restablece con oro, quedándote lo que no te han podido arrebatar, la dignidad y la ilusión, y el amor por un hijo que tiene que soportar y digerir el ser utilizado por una “madre” que no duda ni un momento de utilizarlo para arrebatarle la cordura del sentimiento incondicional del que ha puesto fin a su vida fácil, cómoda y manipuladora. 

Y colorín colorado a por otro cuento que este ya se ha acabado.

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